Por María Lorena
La intención de estas brevísimas palabras es que hagan destellar, tan sólo sea un poco, la magnánima figura del prócer que nos ocupa. Que nos faciliten ver cómo este noble general, aún desde suelos extraños, desde el extranjero, siguió velando por el bien de su Patria, ésta, nuestra adorada tierra argentina.
La intención de estas brevísimas palabras es que hagan destellar, tan sólo sea un poco, la magnánima figura del prócer que nos ocupa. Que nos faciliten ver cómo este noble general, aún desde suelos extraños, desde el extranjero, siguió velando por el bien de su Patria, ésta, nuestra adorada tierra argentina.
San
Martín jamás se desentendió de nuestra suerte cuando tuvo que abandonar el país.
Su
proceder no fue el de un militar negligente o apático,que llegado a cierta edad
ya mayor, cansado de batallar y de entregar no sólo sudor y sangre en el
combate contra el enemigo realista, sino también, extenuado al agotar su pluma
con cartas diplomáticas y diversas tratativas; decimos, su proceder no fue vago
e indiferente, eligiendo retirarse, hacerse a un lado, pasar su vejez en paz,
en inviolable ocio. Y qué mejor para ello que retirarse al otro lado del
Atlántico, como algunas voces osan dictaminar.
Bien
excusado estaría nuestro general, si así hubiese elegido terminar sus días.
Bastante, aún más, demasiado había entregado ya. Había ofrecido su vida, su
familia, su salud, su quehacer, su tiempo, a la inquieta Patria Argentina, que
se quejaba de su reciente orfandad y pataleaba contra el incierto destino de
grandeza que osaba presentársele.
Pues
bien, nada de eso. El hidalgo general acompaña y escolta de lejos, desde el
Viejo Mundo, el destino de su cuna criolla. Vigila al enemigo, atiende a la
suerte del pueblo que libertó y que, prácticamente, dio a luz y fecundó, con su
inmensa labor libertadora. La cual, de una vez por todas, develó una nueva nación.
Ejemplo
de ello, resulta el transparente sentir y la clarividencia del augusto
caudillo, expuestas a través de su correspondencia con su amigo y gran jefe
patriota, compañero suyo en las tribulaciones sufridas a favor de la soberanía
nacional, Don Juan Manuel Rosas. San Martín, hacia el año 1846, le manifiesta
en carta su deseo de servir más activamente a la Patria, de poder volver y
ponerse al mando de tropas; deseo frustrado por su delicada salud. Rosas le
responde:“General, no hay un verdadero argentino, un americano, que, al oír el
nombre ilustre de Usted, y saber lo que Usted hace todavía por su Patria, y por
la causa americana, no sienta redoblar su ardor y su confianza.”
Yo
me pregunto, ¿sentimos redoblar nuestro ardor de amor a la Patria y nuestra
confianza en su grandioso porvenir, confiados siempre en la guarda de Nuestra
Señora de Luján, al oír el nombre del General José de San Martín?, ¿al recordar
su heroico ejemplo? La condición para ello, según anuncia el Restaurador de las
leyes, es ser verdaderos argentinos.
Continúa
Rosas:
“La
influencia moral de los votos patrióticos americanos de Usted (…) importa un
distinguido servicio a la Independencia de nuestra Patria y del Continente Americano,
a la que Usted consagró con tanta gloria y honor sus florecientes días. (…) Así
enfermo, después de tantas fatigas, usted recuerda y expresa, la grande y
dominante idea de toda su vida: la independencia de América es irrevocable.”
Además,
ha llegado hasta nosotros una carta fechada en diciembre de 1845, que San
Martín responde a Federico Dickson, un importante comerciante inglés. En ella
le comunica su opinión sobre el Bloqueo Anglo-Francés:
“No
considero necesario -anuncia el general- investigar la justicia o injusticia de
dicha intervención, o los resultados dañosos que tendrá (…) Me limitaréa
investigar si las Naciones que se interponen, conseguirán realizar, por las
medidas coercitivas que hasta hoy se han adoptado, el objeto que se han propuesto:
la pacificación de ambas márgenes del Plata. Y yo debo manifestar a Usted mi
firme convicción de que no lo conseguirán”.
Acto
seguido, San Martín se dedica a demostrar objetivamente y con su natural
realismo, la inconveniencia absoluta de la agresión hacia la Argentina.
Esta
carta fue publicada en Europa y produjo gran agitación, pues destacaba el
arrojo y firmeza de Rosas que se mantenía firme ante las dos grandes potencias
que le desafiaban.Además, indignó a varios grupos franceses e ingleses que opinaban
sobre el tema y que consideraban absurda dicha intervención, además de injusta
y de contraproducente para las mismas naciones invasoras, ya que paralizaba sus
mercados.
Y
esto es sólo uno de los muchos ejemplos de cartas firmes y reveladoras de la fidelidad
del excelente general hacia su amada Patria, y del esfuerzo que seguía haciendo
por mantener su libertad y autonomía. Su labor diplomática desde el exterior,
es analítica y perspicaz.
Es
lo que Julio Irazusta, en el tomo V de su colección “Vida política de Juan
Manuel de Rosas”, expresa con el adagio: la
estrategia sanmartiniana en traje francés.
Es
decir, las artimañas de que se valió San Martín en tierra extranjera, para
publicar y difundir su correcto pensamiento a favor de la Patria Argentina y en
contra de la agresión anglo-francesa; ello contribuyó a inclinar la balanza a
favor de las opiniones políticas, de ambas naciones agresoras, que despreciaban
el bloqueo.
Así
hemos querido rescatar un pequeño aspecto de la inmensa obra sanmartiniana. Para
concluir, traemos a colación unas palabras del ilustre prócer, que evidencian
su espíritu generoso y magnánimo.
El
13 de marzo de 1819, San Martín expresa en carta al caudillo oriental José
Gervasio de Artigas su preocupación por la guerra civil declarada entre Santa
Fe, la Banda Oriental y Buenos Aries, dice el libertador:“Cada gota de sangre americana que se vierte por nuestros disgustos me
llega al corazón. Paisano mío, hagamos un esfuerzo, transemos todo, y
dediquémonos únicamente a la destrucción de los enemigos que quieran atacar
nuestra libertad. No tengo más pretensiones que la felicidad de la patria.”
Por
último, una estrofa que dirige a los habitantes de las Provincias Unidas en
proclama del 22 de julio de 1820, antes de embarcarse en la expedición para dar
libertad al Perú:
“Voy a dar la última respuesta a
mis calumniadores: yo no puedo menos que comprometer mi existencia y mi honor
por la causa de mi país; y sea cual fuere mi suerte en la campaña del Perú,
probaré que desde que volví a mi patria, su independencia ha sido el único
pensamiento que me ha ocupado y que no he tenido más ambición que la de merecer
el odio de los ingratos y el aprecio de los hombres virtuosos.”
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